miércoles, 24 de febrero de 2010

Actos (2)

Cuantas mañanas más habrá de lluvia para no salir de casa y sentarme a tu lado a escuchar los relatos de la familia, ¿donde empezó todo?, donde empecé yo?, que hay detrás de las miradas de mujer que siento a diario en ti y mamá, donde estarán las respuestas de mi personalidad y el por qué de nuestra conversación. Me ves inventar un cuento o mejor aún una leyenda de cómo nació la vida en nuestra casa, ahora que soy adulto y quiero mirar hacia atrás para cuidar mi delante, eso quiero, escuchar en tu voz de mujer las vivencias que recuerdas de tu madre y de su madre, y sentir que tu alma diáfana se posa en mi cabeza para disipar las dudas de mi existir y dedicarme únicamente a sentir.

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No hay duda que Carmen será una buena mujer para el joven Eduardo, ella cocina y es bien cuidada don Álvaro, ella es obediente y siempre mantiene todo limpio, ha aprendido a tejer y bordar como si fuera yo misma, yo me comprometo a que aprenda en un santiamén a respetar y obedecer al joven Eduardo, ella me ha prometido obedecerle y respetarlo también, ya el Cristo de Ayabaca obrará en su momento para que lo aprenda a querer. –Carmen, agradécele al Señor Álvaro que ha venido a verte- Carmen tenía 12 años y la mirada de pez, su vestimenta color de piel en una sola pieza y desde luego la mejor del cajón de ropa. No eran suyos los zapatos lustrados que calzaba en el espacio reducido de la sala-habitación con techo de estera y caña, paredes de barro que dan la sensación de estar en una cueva amoblada, y el olor a lluvia constante donde vivía con su madre y hermanos, Graciela y Rolly.
Rolly siempre travieso, corría todo el tiempo hasta agotarse perseguido a veces por Carmen quien lo intentaba atrapar con poco éxito para bañarlo, Graciela, mano derecha de su madre, había abandonado ya las muñecas de trapo que bordaba para entregarse al cuidado de las gallinas, patos y cuyes que dormían atrás de la casa, a sus 15 años era casi una madre sin parir, suplía muy bien todas las actividades de doña Blanca, señora de cabellos carmesí, y con arrugas en su rostro que daban la pista de una belleza solo recordada en la cara bisoña de sus vástagos, Blanca se acercaba a los cuarenta pero aparentaba mucho más, era discreta, se levantaba a las 4 de la mañana a preparar la comida que repartía en la feria- campamento establecido por las familias que obligados por la pobreza habían buscado el espacio cercano al rió y la mina para subsistir como bien se pueda, imitando a los alegres y picaros gitanos que de cuando en vez ofrecían cien menjunjes para mil gracias a su veloz paso por la zona.

Carmen no habla, solo ha levantado la mirada dos veces en toda la conversación y a orden de doña Blanca quien le pone la mano en las rodillas cada vez que se refiere a ella, - Sra. Blanca, la interrumpe Don Álvaro- Eduardo ha aprendido mucho gracias a mi hermano, lo ha llevado a estudiar en la congregación Jesuita, lo ha cultivado como hombre, y doy fe de su madurez al pedirme que lo traiga aquí a conocer a Carmen y pedirle a usted los deje casarse, yo los voy a llevar a la casa del llano donde aguarda el espacio que le corresponde a Eduardo, él y su hermano han dividido el ganado y piensan levantar un destilador de caña aprovechando las chacras de la congregación. – afuera de la morada Doña Blanca ha colgado un letrero donde ofrece fiambres y frejol colado, champús de fruta y concentrados que antes del medio día, religiosamente los capataces y obreros del campamento le ordenan servir en un tono entre respetuoso y confianzudo, típico del hablar de la mano de obra que refiere aceptación y cariño hacia su prójimo.

Doña Blanca y Don Álvaro parecen dos socios que cierran un trato sintiéndose ambos ganar, no hay malicia en lo que hacen, ambos son de aquel linaje puro de crianza a la antigua, donde se respeta a rajatabla el decir del mayor, sus ideas y decisiones. Ambos sienten que hacen el bien para sus hijos, y no hay quien pueda negar en Blanca la calidad de mujer, inteligencia y tenacidad con la que cría a sus hijos, ello que la gente comenta, lo que exageran a veces, -sobre todo los consejos que sabe dar Doña Blanquita, hasta a veces te sabe curar- dice la vecina Alicita en el fregadero de ropa,- nada te sabe negar doña Blanquita, y te recibe siempre sonriente y con sus manos ocupadas de trabajo, matando un animal, hirviendo menestras, corriendo a los gatos de las ollas-, ella se pasa la vida en su cocina que tanto cuida y significa el sustento y su vida misma, desde donde les habla a los hombres fuertes que la creen de hierro y a veces hasta le temen por su fuerza al responder mirando a los ojos, y donde las mujeres encuentran a la amiga de verdad que entiende y hasta ayuda a parir cuando la llaman los conocidos y las primerizas.

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